Estaba sentada en su viejo diván, incomodo y viejo como nunca, hubiera querido tal vez recostarse, tal vez quedarse dormida un rato pero tenía que seguir allí permaneciendo mientras un rayo oblicuo cruzaba el tejado y atravesaba sin miramientos la ventana hasta partir su rostro en dos.
Juan la había mirado un par de veces pero ni siquiera había intentado romper aquel silencio que solo el cantarín piar de los pájaros fuera se atrevía a interrumpir.
La música de The Doors volvió a sonar por segunda vez en la tarde. Sonrió y pensó que seguramente sería la última vez que escucharía a su vecina Lupe taconear al ritmo de los americanos. Seguramente la última.
Habían pasado ya tres horas desde que Mario Méndez-Rivas de Rosas se había marchado. Con sus escrituras en ese horrible maletín de aún peor calidad. Con su bigote húmedo y enredado y su calva brillante. Con su americana desgastada y su olor a Solo de Loewe, seguramente de imitación.
En breves el señor Mota llamaría a su móvil y también en breves la empresa de mudanzas al timbre de la puerta. Qué más podía hacer entonces si no recostarse en su viejo e incomodo diván, aunque los ojillos de Torcuato Lalana y de Carmele Izuel no se despegaran de ella. Al fin y al cabo era su viejo e incomodo diván. Ese que junto al tresillo de flores quizás moriría en el tercero B del número 45 de la calle Princesa de Hungría.
Lo volvió a pensar pero sin embargo, no lo hizo. Permaneció veinte minutos más de aquel 24 de Febrero en aquel diván, sentada, en mitad de aquella conversación sin palabras que los cuatro estaban teniendo, escuchando como el piar de los pájaros y los Doors componían un perfecto pentagrama: la banda sonora de aquella despedida eterna.
Juan la había mirado un par de veces pero ni siquiera había intentado romper aquel silencio que solo el cantarín piar de los pájaros fuera se atrevía a interrumpir.
La música de The Doors volvió a sonar por segunda vez en la tarde. Sonrió y pensó que seguramente sería la última vez que escucharía a su vecina Lupe taconear al ritmo de los americanos. Seguramente la última.
Habían pasado ya tres horas desde que Mario Méndez-Rivas de Rosas se había marchado. Con sus escrituras en ese horrible maletín de aún peor calidad. Con su bigote húmedo y enredado y su calva brillante. Con su americana desgastada y su olor a Solo de Loewe, seguramente de imitación.
En breves el señor Mota llamaría a su móvil y también en breves la empresa de mudanzas al timbre de la puerta. Qué más podía hacer entonces si no recostarse en su viejo e incomodo diván, aunque los ojillos de Torcuato Lalana y de Carmele Izuel no se despegaran de ella. Al fin y al cabo era su viejo e incomodo diván. Ese que junto al tresillo de flores quizás moriría en el tercero B del número 45 de la calle Princesa de Hungría.
Lo volvió a pensar pero sin embargo, no lo hizo. Permaneció veinte minutos más de aquel 24 de Febrero en aquel diván, sentada, en mitad de aquella conversación sin palabras que los cuatro estaban teniendo, escuchando como el piar de los pájaros y los Doors componían un perfecto pentagrama: la banda sonora de aquella despedida eterna.