Entre espada y espada, una docena de musas juegan al corro de la patata,
yo me entretengo haciéndome una trenza
y mientras, en este cuadro goyesco, se escapa el sol en un atarceder de pasillo sin ventanas.
Después de varios golpes desvanezco y las encuentro prendidas en todas partes
con sus largos dedos afilándome las entrañas, mi corazón, mi alma, mi piel y mis huesos.
Las sueño y las pierdo, las encuentro y las separo de una en una
y finalmente las veo a lo lejos desapareciendo al otro lado del horizonte
donde aún no se ha puesto el día.
Una docena de musas risueñas, doloridas, desencajadas, acabadas y locuelas
como la risa de Pablo, como el chasquido de dedos de mi abuelo,
como la patada en mi espinilla de Fernando o el guantazo de mi padre bajo un paraguas de chocolate que aún anhelo.
Despiertas, estiradas, malvadas y sonrientes.
Extrañadas y convencidas.
Delirantes y asustadas.